REPOSTERIA VALENCIANA

piuletes y tronadors , dia de los enamorados, Valencia

En la sociedad tradicional los dulces tenían estatus de casi lenguaje, marcaban efemérides y tenia su simbolismo una receta secreta  y  un ritual , cada mes cada localidad tenia su particular “menú” 

Por Sant Donis: "La Mocaora: piuletes y tronadors en el dia de los enamorados , Valencianos

Por pascuas , "la mona de pascua"

mona de pascua



Introducción
El cinco de octubre de 1932 en el habitual programa de los miércoles que emitía Unión Radio Valencia, Maximiliano Thous Orts, aprovechaba la cercanía del nueve de octubre para hablar de la costumbre folklore más vinculada a ese día, la mocadorà. 
Miércoles 5-10-1932
LA FIESTA DE SANT DIONÍS

Pocas veces he realizado, yo, la valentía de colocarme ante el micrófono, dispuesto a enjaretar la charla folklórica de los miércoles, con la seguridad, que hoy tengo, de traer un temita sencillo, agradable y de absolutísima actualidad.
Y lo enuncio, enseguida, para evitar a ustedes el más leve trabajo mental. Voy a hablar, no más allá de cinco minutos, de la valencianísima fiesta de Sant Dionís, de les piuletes, dels tronadors, de la costumbre galante de fer el mocador a la novia... Tema histórico, dulce, sabroso, amatorio y de innegable relieve en el folklore valenciano.
A los valencianos de la capital, y a muchos del reino, no hay por qué recordarles el origen de la fiesta y los detalles de la misma, que son conocidísimos.
A los señores radioyentes que ignoren todo esto, pronto vamos a enterarles.
El día nueve de octubre de 1238, ¡hace la friolera de setecientos años! Don Jaime, El Conquistador, entraba victorioso en Valencia. 
Ya están aquí las piuletes y los tronadors. Piuleta: flexible canutillo de papel, relleno de pólvora, doblado en forma de eme mayúscula y atado por el centro. Parecido a lo que en otras tierras llaman “triquitraque”. Tronador: canuto de caña, embutido de pólvora, cuya explosión atronaba y de este tronar tomó su nombre.
Hubo una vez que, en vísperas de la fiesta, ocurriósele a cierto ingenioso confitero, simular las piuletes y los tronadors, con sabroso mazapán y dulce yema, substituyendo la envoltura por azucarada pasta del tono del papel y de la caña. 
Cesó el estrépito de la pólvora. La diversión, grata al oído y al olfato, convirtiose en placer del paladar aficionado a golosinas.
Víspera de fiesta. Los confiteros rivalizaban en la presentación de su mercancía. Cantidad, calidad, tamaño, buen gusto para adornar el escaparate de su tienda. Entablada la competencia, sobre los primitivos tronadors y piuletes, el arte reposteril fue amontonando aditamentos: confites de colores, talcos relucientes, rizada alhama de plata, “vidre volaor”, como decían al espurnado de partículas brillantes, lazos, cintas, etcétera, etcétera. Ya es difícil adivinar las siluetas del tronador y de la piuleta, bajo los arbitrarios adornos que las sobrecargan.
Buena distracción para una víspera de fiesta, cuando no había matinés en los teatros, ni se conocía el cine, ni las calles ciudadanas estaban medianamente alumbradas, buena distracción este paseo de la víspera de Sant Dionís, para pasar revista al adorno de las confiterías.
Y natural, naturalísimo, que el pretendiente, el novio, el esposo de la dama, cuyos ojos se encandilasen ante tanta dulce tentación, se apresurase a obsequiarla llegando al máximo límite de sus posibilidades económicas. Aquí surge el mocador.
No estaban en boga los actuales envases para bombones, ni parecía chic prevenirse de un cestillo, como si se tratase de ir a la compra. Era más señor, aun cuando luego haya parecido más plebeyo, adquirir un mocador para llenarlo a colmo de azucarados materiales.
¡Qué mocador! Era el bello tiempo en que todas las rientes acequias que vivifican nuestra huerta, tenían como guardias de honor en sus márgenes, la doble fila de las frondosísimas moreras, de verdes, amplias, carnosas hojas que los gusanos de seda, en cientos de millares, comían vorazmente para deglutir más tarde el recio hilo, que devanado del capullo de ebúrnea blancura, pasaba a los incontables telares, movidos a mano y pie por nuestros expertísimos tejedores. 
No era entonces, Lyon, el centro de las sederías europeas. Triunfaba por el mundo la seda valenciana. Y en aquel mocador de seda, colocaba el galán la dulce ofrenda. “Utile dolci”, que dijo Horacio en su Arte poética. ¿Cómo no había de obtener todos los sufragios una moda que de momento deleitaba el paladar con la dulcedumbre y más tarde prolongaba el recuerdo con la utilidad del sedeño tejido, vistoso, suave y perdurable?
“Fer el mocador” (hacer el pañuelo, llenar el pañuelo) es frase todavía viva en el folklore valenciano y costumbre que renace con tanto brío como la de las fallas, aunque, naturalmente, no mueva tanto estruendo ni mantenga en igual expectación a valencianos y forasteros.
Cuídanse de mantenerla los confiteros; no desagrada, ¡es claro!, a las mujeres, que son las beneficiadas. Es de esperar que hogaño crezca el entusiasmo por esta fiesta.
Y yo me atrevería a recomendar, aun a trueque de que se me crea subvencionado, que todos los valencianos, dispuestos a seguir la galante costumbre de obsequiar a sus damas, no desdeñen la adquisición del mocador, el auténtico mocador, con preferencia a las cajas exóticas y frecuentemente cursis. Moda es, o ha sido hace poco o lo está siendo o lo volverá a ser, que nuestras jóvenes ciudadanas acorden con la boina que sujeta las cortas melenas, el pañuelo de seda que desliza sobre sus hombros, prestigiando el busto y realzando la belleza del rostro... ¿Qué más elegante que un pañuelo de seda valenciana? Elegante lo nuestro y útil también... y todo cae en casa. La economía y el folklore andan de perfecto acuerdo en este caso de valencianía económica y de artística elegancia.
¿Siempre fue así la fiesta de Sant Dionís? ¿Siempre hubo piuletes y tronadors de mazapán en los escaparates?
Conozco una excepción. Voy a mentarla porque se trata de nombres y de hechos ocurridos hace sesenta y tres años, que les van a sonar a ustedes como de actualidad absolutísima.
Anteayer hizo esos años, el 3 de octubre de 1869, levantáronse en la provincia de Valencia dos partidas republicanas.
Pero recelo que aquella noche las piuletes y los tronadors no estaban en los escaparates de las confiterías. Piulaven i tronaven de bona veritat en mitad de la calle.
No; no. Nuestra Constitución ha declarado la guerra fuera de la ley. Y peor si la guerra es entre hermanos.
En Sant Dionís o en cualquier otra fecha, los tronadors y las piuletes, de dulce. Tragedias, no. Ya hemos sufrido bastante.
Aprovechemos estos momentos de relativa paz y hagamos el mocador llenándolo de esos proyectiles agradables e inofensivos cuyos peores daños reponen con cierta facilidad el ricino o el bicarbonato.





Introducción
El diecinueve de abril de 1933 en el habitual programa de los miércoles que emitía Unión Radio Valencia, Maximiliano Thous Orts, aprovechaba el día señalado para hablar de la festividad de pascua y su folklore. En esta charla Thous hace referencia au uso festivo de las cometas en estats fechas y a los diversos dichos que en la cultura popular valenciana nos hablan de ello.


Miércoles 19-4-1933

A semejanza de muchos cachirulos que han constelado el cielo de Valencia, durante los días de Pascua, yo acabo de hacer fil trencat.
En nuestro folklore, esto equivale a haberse roto el cordel que une el cachirulo a las manos del que lo empina. Cuando ocurre ese accidente, el cachirulo, impulsado por el viento, se aleja; pero, atraído por la fuerza de la gravedad, cae donde menos podía figurárselo el remuntador.
Así estoy, yo: empujado a la deriva, una vez roto el cordel que me unía a Valencia. Pero por fortuna la caída no es de gravedad. Es, sencillamente, de pronóstico reservado. Y no tan reservado que no pueda decir, que antes de pocas horas descenderé entre los almendros de Jijona y las palmeras de Elche. 
A los señores radioyentes, habituales a estas breves charlas, que yo declaro paladinamente, por ser ello de mi obligación y de mi devoción, hallarme estos días “pensando en la mona de Pascua”. La frase es de las más conocidas en el folklore valenciano.
Cuando se quiere decir de uno que está distraído, que se halla ausente de lo que se habla, que no pone atención a lo que se le dice, que olvida lo que se le encargó… dícese en castellano que “se le fue el santo al cielo”. En valenciano decimos que está “pensant en la mona de Pasqua”.
Pues bien: la frase tiene, hoy, en el presente caso, mejor aplicación que nunca; porque, real y efectivamente, yo he estado y estoy pensando en “la mona de Pascua”. Lo mismo habrán hecho muchísimos, innumerables valencianos. Con la no pequeña diferencia de que ellos lo hacían en plan de diversión y yo, pobre de mí, en el de investigación folklórica. 
La actualidad me ha planteado un problema que muchas otras veces se me ocurrió aclarar y pronto le perdí la pista. He aquí la cuestión: ¿Qué razones etimológicas puede haber para que la combinación de panquemao y huevos cocidos, duros, reciba el nombre de mona?
Vamos por partes, pues el tema no es tan sencillo como a simple vista parece. Y la primera parte va a ser declarar intrusa la palabra panquemao. No es valenciana. En la Ribera se dice, muy apropiadamente, “panou”, que no debe traducirse por pan nuevo, sino por pa en ou (pan con huevo). Lo de quemado es versión castellana cuya procedencia no me he decidido a averiguar. Ya le llegará el turno. Si, efectivamente, se tratase de decir que el pan está quemado, en valenciano diríamos “pacremat” y no “panquemado”, absolutamente castellano en las dos palabras que lo componen.
Volvamos a la mona. El uso y abuso de huevos cocidos en esta época del año está perfectamente justificado. Obedece a leyes de producción y economía más claras que el chocolate de casa de huéspedes.
Por este tiempo, las prolíficas gallinas ponen sus huevos con más abundancia que en cualquier otra época del año. Antes, cuando no había tráfico, ni las transacciones, ni las elaboraciones industriales que hogaño tienen el huevo por primera materia, la abundancia de huevos de gallina, durante las pascuas, excedía a las necesidades del consumo. Y como se trataba de días de fiesta, de comilona y de holganza, era naturalísimo que se echase mano del comestible más abundante y en mayor peligro de descomposición. Una buena cantidad de huevos era mezclada con la harina de primera para confeccionar el sabroso panou. Y los otros huevos, destinados a la merienda, forzoso era que fueran hechos duros, porque en esa forma es fácil el transporte.
Creo que esto está suficientemente explicado. Ahora no está de más añadir que la costumbre de los huevos de Pascua, no es sólo valenciana, su área es mundial. Pero en otras latitudes no tienen igual carácter que aquí, aun cuando el origen folklórico pueda ser el mismo.
La verdad es que yo tampoco me he podido explicar, satisfactoriamente, que se llame “mona” a la mezcla del pan dulce y los huevos cocidos. 
Hay una teoría. La he oído a muchos aficionados a estos estudios y a muchos viejos valencianos. Todos coinciden en ella. Yo debiera aceptarla. Sin embargo, la tengo en cuarentena.
Dícese que, con afán de adornar la especie de pastel vistoso que constituye el pan dulce con los huevos incrustados –huevos pintados de diversos colores, rojos con preferencia y sujetos con tiritas de pasta simulando trenzas y cordones–, para rematar este monumento de pastelería, había la costumbre de colocar encima, como estatua en su pedestal, un muñequito de velludo, de terciopelo, que afectaba la graciosa forma de una monita en actitud grotesca.
Esto es verdad. Yo recuerdo que en mi juventud era muy corriente este adorno que, hoy, por excepción ponen algunos pasteleros.
Pero, la verdad, no sé si el nombre se debe a esa forma del adorno o precisamente todo lo contrario: se puso ese adorno para que fuese en consonancia con el nombre popular que los valencianos habían adjudicado al pastel de Pascuas.
Asunto es este que algún día pondremos a controversia. No ha de ser menos que el origen de Cristóbal Colón en cuya historia hay un famoso huevo que pudiera tener alguna relación con este nombre de mona.
Hay dos frases vulgarísimas y algo parecidas –aunque diametralmente opuestas en su sentido– usadas a diario por nuestro pueblo: “Poner cara de mona” y “poner cara de Pascua”.
Cuando a alguien escéptico, descreído, “duro de pelar”, se le prueba con toda evidencia algo que negaba firme y reiteradamente, en valenciano se le dice: “¿Has vist, bonico? ¡T’han deixat cara de mona!”.
En cambio, cuando uno está satisfecho, contento, seguro, confiado, y la satisfacción rebosa en el semblante, nuestro folklore, como el castellano, dice que “¡pone cara de Pascua!”.
Poner cara de mona y cara de Pascua, bien se ve que no son la misma cosa. A pesar de que la mona de Pascua es una e indivisible.

Muchísimas gracias. ¡Salud y floklore!








XALA


dolce far niente


Xala es una palabra valenciana que no conocia y que a mi entender resume en cuatro letras una expresión Italiana bien conocida el “dolce far niente”

No es fácil “ el gusto , el control de  no hacer nada” , una actividad intelectual  que es muy beneficiosa, pero con riesgos, siempre advierto  a mis hijos de que el  mayor peligro  es no saber identificar cuando as terminado de no hacer nada.


humedales, campo de arroz




Introducción
El ventiseis de abril  de 1933 en el habitual programa de los miércoles que emitía Unión Radio Valencia, Maximiliano Thous Orts, aprovechaba el día señalado para hablar de la xala, es decir, de las costumbres de ocio. En esta charla Thous hace referencia a los diversos dichos que en la cultura popular valenciana nos hablan de este tema.

Miércoles 26-4-33
ANAR DE XALA

Cuando ha dejado de sonar el estrambote monero del día de San Vicente, flexible cua del catxerulo que templan, como tres tirantes, los tres días de Pascua Florida, yo –que dicho sea de paso, me he mantenido al margen de la fiesta, no aburrido sino interesado en observar todos los detalles característicos de la misma– no tengo que pensar mucho en el tema de la charla folklórica de esta noche.
Parece que el propio tema está pidiendo a voces que le dejen asomar al micrófono. Es del más puro y vulgarizado folklore valenciano: la xala.
¡La xala! ¡Nada menos que la xala!
Me atrevería a decir que no hay frase más representativa del regocijo popular que esta, tan valenciana.
Anar de xala, en Valencia, es el supremo quitapesares. Y tan arraigada está la costumbre; tan viejo es el abolengo, que de buena gana diría, como es de cajón, que “se pierde en la noche de los tiempos”, si no oliese a rancio el tópico, ni tuviera yo la íntima persuasión de que los tiempos no tienen noche.
El primer punto a tratar es la etimología.
¿De dónde procede la palabra xala?
Acabo de hacerme la pregunta y no he tenido tiempo para buscar adecuada respuesta. Temo mi fracaso si voy a buscar la explicación en los diccionarios. Así, de primera intención, recordando palabras vulgares, en boga, no veo relación justificada. ¿Chalar? ¿Chalao? ¿Chalet? Nada suena a valenciano.
Tan pronto como llegue a casa me ocuparé de poner en claro esta etimología.
Si alguno de los buenos amigos que me oyen la sabe ya, y tiene la bondad de decírmelo, yo le agradeceré infinito el trabajo que puede evitarme y que recelo no ha de ser fácil ni breve.
Lo que es una xala… no necesitan explicármelo. Afortunadamente, lo sé por repetidísima experiencia. Y aun creo que podría ilustrar a muchos que se tienen por perfectos xaleros; pero no saben alquitarar la regocijante esencia que trasciende de esta popularísima costumbre valenciana.
Que en esto, como en todo, hay exquisitos gustadores y torpes tragaldabas de paladar blindado.
Ruego a los amabilísimos radioyentes no desdeñen la xala suponiendo que va a oler a hez de vino, ni sonar a bronca voz ineducada.
Yo afirmo, categóricamente, que la xala tiene todos los encantos de la ingenua alegría popular y el sabor de lo más gustoso y el perfume de las flores montañesas, tan gratas al fino olfato como las químicas esencias urbanas.
Para poner la xala en el lugar que merece, huelga la definición. Vale más hacer hincapié en sus detalles característicos.
Condiciones precisas para ir de xala:
Ante todo, salir de casa. Hay que ir; no se puede estar de xala en la casa donde se reside a diario. Hay que ir al campo, al monte, a la playa… La decoración y el ambiente son indispensables para que haya xala.
Es también precisa la compañía; la comunidad de afectos; la franca amistad y camaradería entre los que van de xala.
Conviene muchísimo que cada uno tenga distinta afición o profesión para que cada uno de los xaleros pueda ofrecer una habilidad que divierta a los restantes. De este modo, todos coadyuvan al éxito y todos gozan del espectáculo.
Finalmente –y como condición última es la sine qua non para que la xala sea perfecta– ha de estar asegurada lo que entre los valencianos es corriente decir “una bona armonia”.
Esto de la armonía es interesantísimo para un pueblo tan pacífico y tan filarmónico como el nuestro.
Lo de tener armonía quiere decir, naturalmente, que todos vayan acordes; que nadie desentone ni desafine; y puestos los temperamentos y las educaciones a prueba de vino, cuando el alcohol desata las lenguas y excita las pasiones, nadie tire por las veredas de la malicia, ni se engalle con desplantes de majeza, ni se abisme en los llantos de una borrachera llorona.
Así es que, en fin de cuentas, para que la xala sea efectivamente una alegre y característica xala valenciana hacen falta, exactísimamente, las mismas condiciones precisas para toda obra bella; a saber: Unidad, variedad y armonía.
Sobre todo, armonía. No le quiten ustedes esto de la armonía a ningún xalero, pues le habrán aguado la fiesta.
¿Que alguno de ustedes tenían formado distinto concepto de esta honestidad que yo atribuyo a la xala? Es muy posible.
Yo diré a ustedes dónde nace la confusión.
Por ejemplo: hay quien dice “anar de xala” o “anar de rauxa” o “anar de trompa”. Para este buen amigo, todo es uno y lo mismo: diversión a base de paseo, vino y algaraza.
Y no es lo mismo. Son tres matices de folklore valenciano perfectamente diferenciados.
Ir de rauxa –que parece sonar en castellano a ir de ráfaga– no es ir, como en la xala, a un punto determinado donde preparar la comida, con los juegos aperitivos, las bromas de sobremesa y los cantos del retorno. La rauxa es algo de razzia: ir de aquí para allá, libando en todas partes, haciendo “estaciones”, tomando y dejando algo en cada parte.
Ir de trompa tampoco es ir de xala; ni ir de rauxa. Ir de trompa es algo más burdo y más torpe. Diversión agresiva como falta de respeto para el prójimo y con segura derivación hacia el retén de policía, cuando no está la meta en el Juzgado de Guardia.
En la xala, por ejemplo –y con esto sigo apuntando los rasgos característicos–, no es discreto pasar como medida de alegría “a motor de alcohol”, de la mitja punta. La mitja punta valenciana es el estado de alegría sin complicaciones. Alegría decidora, simpática, que a todos se comunica; alegría que no ofende, sino al contrario: se traduce en efusiones de cariño para todos cuantos rodean al que no es bebedor de vicio, sino que bebía aquel día para ponerse al mismo tono que todos los que forman parte de la xala. Armonía, ya lo he dicho: muchísima armonía.
Claro es que, cuando se habla de mitja punta queda dicho que debe existir una punta entera… Existe… existe, desgraciadamente.
El que pren una punta de esta clase; el que desentona; el que malogra la xala con sus intemperancias, es declarado indeseable. No se irá más de xala con él.
Ese puede ir de rauxa o de trompa. De xala, no. La xala es fiesta sana del pueblo; y el pueblo valenciano, en su casi totalidad, con aquellas excepciones que más concretan la regla general, goza con los donaires, las canciones, las bromas ingeniosas… Pero abomina de la grosería y de la guapeza pendenciera.
¡Ah! Y no sean ustedes mal pensados y crean ustedes que yo estoy de xala estos días, y por eso no acudo personalmente a Unión Radio. ¡Ojalá!
Pero, en fin, ya que yo no puedo, recomiendo a ustedes vayan por mí.
Lo pasarán bien.
Me consta. Y es probado.




Miércoles 19-7-1933
L’ALBUFERA


Si viven, ustedes, en Valencia o cerca y tienen ustedes automóvil propio o algún amigo que lo tenga y se lo preste, lo cual es mucho mejor –porque así se eliminan gastos e incomodidades–, no se priven del placer de un viajecito al Perelló por la nueva carretera del Saler, entre la Dehesa y la Albufera.
Recreo de los ojos, sedante de los nervios, tonificador de los pulmones. Es tan grato este viaje que deja memoria imperecedera. Y además enciende el deseo de volver a repetirlo y de mostrar el hallazgo a los familiares y a los amigos de mayor aprecio.
Yo tengo, por fortuna, varios amigos lo suficientemente ricos y benévolos para tener automóvil y prestármelo alguna que otra vez. Repartida la carga entre ellos, apenas si les es molesta; eso creo yo, tal vez ellos no opinen lo mismo, pero si callan y asienten y hasta acompañan el obsequio con la cortesía de una sonrisa, no hay por qué darse por enterados. Aconsejo a ustedes el experimento. 
Volvamos al camino, que es delicioso, pintoresco y de valencianísimo atractivo en ese trozo de Monteolivete al Saler que ustedes deben conocer todos, hasta los radioyentes de menos posibilidades económicas, ya que por una peseta les llevan los autobuses de línea. Allí las barracas a parejas, blanquísimas, limpísimas, adornadas con la policromía de geranios, murcianas, margaritas, dompedros y unas grandes campánulas blancas que a mí, que estoy pez en botánica como en otras muchas cosas, me parecen azucenas. Si no lo son, merecen serlo. 
Y los chopos y las moreras bordeando las acequias; y los patos nadando tranquila y gallardamente. 
Ya en Pinedo se puede ver a la derecha el bosque de palos de las barcazas del puerto del Tremolar. Puerto de agua dulce, principio del carrerot o canal navegable por donde las panzudas barcas van desde la huerta cercana a Ruzafa hasta las compuertas del Perelló, atravesando el lago, entre matas verdes, nidales de las viajeras aves acuáticas que aquí nos hacen el honor de criar su prole y el magnífico “lluent”, terso como bruñida plata, en los días de calma, rizadito como echarpe de pluma así que el llevantolet sopla sobre la superficie, por encima del verdinegro bosque de la Dehesa.
Y es un espectáculo sorprendente, ahora que ya están altos los arrozales, en una extensión anchísima, que limita con las estribaciones del castillo de Cullera, los campanarios de Silla, Alfafar, Catarroja, Picasent, etc., y al fondo la sierra baja, como sombra gris-azulada; es un espectáculo que impresiona graciosamente ver avanzar recortadas sobre el horizonte las panzudas velas latinas hinchadas por el fresco viento de la tarde sobre un blando y ligeramente agitado mar verde esmeralda que simulan las matas de arroz fáciles al cimbreo cuando apenas las acaricia un soplo de brisa mediterránea.
No se ve el agua, ni los márgenes del canal. Solo se ve la verde extensión vegetal por donde los barcos se deslizan, incomprensiblemente para quienes no conozcan los entrebastidores y foros de este natural escenario.
Salgo de Pinedo porque voy directo al Perelló a besar la sandalia del Maestro Serrano que vive allí patriarcalmente, a la sombra del Micalet; de un Micalet suyo, que él se ha hecho construir en su propia casa y que, para parecerse más al de Valencia, está sin terminar en la espadaña. Ahora bien, el Maestro lo justifica plenamente diciendo que espera saber las dimensiones del reloj de torre que le van a enviar de Suiza. Una maravilla de sonería que a sus horas tocará la “Marcha de la Ciudad”. 
Hemos salido de Pinedo con pena de no pasear por las bellísimas huertas de la Fonteta de Sant Lluís y de Castellar, ni recorrer a paso lento –del auto, ¡eh!; a mí no me bajan del automóvil ni con una grúa–, a paso moderado, para ir saboreando el placer de la contemplación en esa Carrera de En Corts, que es toda ella un encanto, vista a la luz violeta del crepúsculo, cuando el vientecillo húmedo refresca y del suelo sube ese olor inconfundible, blando y excitador a un tiempo, de la tierra recién regada.
Me parece que no paso de Pinedo. Ya llevo tres o cuatro párrafos de prosa bucólica sin avanzar un paso. Hay que hacer una arrancada. ¡Ya está!
Dejo atrás Villa-cursi. ¿Dónde está Villa-cursi?, se preguntará algún radioyente que conozca bien aquel paraje. No la conocerá por el nombre, que es de mi propia invención; pero no dejará de adivinarla. Queda a la derecha del camino entre Pinedo y el Saler. Es una villa de recreo (al menos eso creerá el amo) que no tiene mucha más amplitud que una caseta de transformador de energía eléctrica o seis casetas de vía crucis, juntas, en el caso de que no sean de las grandes.
Pudo, muy bien, el propietario construir allí una barraqueta, a tono con el paisaje y eficaz para el descanso; pero le purearon los humos de grandeza y ¡hay que ver el adefesio!
Piso alto, terraza con balaustres –no creo que lleguen a una docena–, jarrones, estatuas, balcón decorativo, radio, pararrayos y garita para el perro. Todo dentro de una superficie limitada por cinco metros de frontera por siete de profundidad. ¡Un verdadero alarde de cursilería! 
A todo esto, he salido de Pinedo y no adelanto gran cosa. Ya va desarrollándose a la izquierda la pinada y matorrales de la Dehesa. Ya columbro a la derecha las casas, la entrada del camino al Perelló, en ángulo recto con el talla-focs que conduce a la playa del Saler, y los maillots más interesantes de todo el litoral, desde las Arenas a la Creu del Moro.
“¿Y el folklore?”. El folklore está en todo lo largo y lo hondo de los caminos y de las huertas. Y ahora más, camino de la Mata del Fang, cuando voy a cruzar el Rincón de Sancha. Sancha, la famosa serpiente (¡lagarto, lagarto!) de la Dehesa. He aquí el lugar plácido, donde el pastorcillo, con su flauta de caña, llamaba al reptil y le alimentaba con leche de sus ovejas, con lo cual ganó su voluntad y le seguía rastreando por todos los agrestes parajes entre aguas lacustres y marinas. He aquí el lugar donde el pastor, ya viejo, regresado de la guerra de Italia, volvió a llamar a su protegida. Y salió Sancha terrible, grandísima, espantosamente fuerte, y tal abrazo de cariño dio al pastorcillo protector de su infancia que lo estrujó entre sus flexibles y potentes anillos. 
La carretera va recta hacia la Mata del Fang, que emerge a la derecha entre las aguas de la Albufera que a estas horas están teñidas de verdes y azules y amarillos y anaranjados.
Las puestas de sol son aquí maravillosas. Yo recomiendo al paseante esta hora de las cinco y media de la tarde, en la estación presente, cercana al crepúsculo, porque la puesta del sol da un inmenso prestigio a la Albufera.
Hasta los juncos y los bimbaus, los plumeros altos de los cañaverales, vistos a la contraluz anaranjada y dorada de esta hora, luz que no hiere la retina y que se diluye con el cadmio y el violeta, adquieren un relieve, un vigor que hace pensar en el cortejo fastuoso de palmas que acompaña al más poderoso Rajah de la India, coleccionador de brillantes, guardador de fieras y castigador de bellezas femeninas coreográficas en los cabarets parisinos.
Al llegar a la Mata del Fang, el camino llano se interrumpe poco más de un centenar de metros, para reanudarse luego, firme, recto, bien afirmado hasta el magnífico puente próximo a inaugurarse, poco más acá de las compuertas de la Gola del Perelló.
Hay que desviar el coche un poco hacia la Dehesa para sortear este trozo malo y volver, como el hijo pródigo, al buen camino que nos espera para llevarnos al próximo puente del Perellonet.
Y es un encanto pasear entre pinos, romerales y eucaliptos por los talla-focs de la Dehesa.
Talla-focs (cortafuegos), sendas y caminos que van cuadriculando el bosque a fin de servir de línea que ataje un posible incendio.
Junto a las compuertas del Perellonet hay diseminados unos pocos pescadores de caña, al parecer ilusos. Un humorista castellano ha dicho que “el pescador de caña es un aparato que comienza en un anzuelo y acaba en un tonto”.
Me guardaré, yo, mucho de decir otro tanto, porque, más allá del Puchol y luego en pleno Perelló, he visto como una treintena de pescadores en sus barquets gozan la alegría de ir cobrando llisses y llobarros, de tal cual peso, aparte las tencas menos apreciadas, pero más gruesas y alguna anguilita inexperta y curiosona que, al tragarse el anzuelo, causa la desesperación del pescador que no sabe cómo arrancárselo.
¡Vaya folklore el de la pesca, el pescado, el pescador y la pescadora valencianos!
¡Como para escribir diez tomos de letra menuda o hablar más que en todos los mítines del Estatuto!
Artes de pesca con ham (anzuelo) o con xarxa (red). Diferencias entre el bou, el bolig y el artó frente al volantí i el palangre.
Especialidad de la encesa y el fanalet, agravantes de alevosía, ensañamiento y nocturnidad… Tema para una serie de charlas bien nutridas. Algún día las enjaretaremos.
Nombres de los peces, de los pescados. Hay que tener en cuenta el refrán valenciano que dice: “Lo que hi ha en el cove és peix i lo demés és peixquera” 

Pero en fin, peces en el mar y pescados fuera de su elemento, los nombres valencianos son tan diferentes a los castellanos que por sí solos bastarían para marcar la diametral oposición a la clasificación de dialecto que algunos, caprichosa e ignorantemente, se obstinan en mantener.
Allá van unos cuantos:
Llus------------------------------ merluza, ¡igualitos!
Moll------------------------------ salmonete, ¡idénticos!
Llenguado---------------------- palaia o peluda, ¡confundibles! 
Tonyina------------------------- atún, ¡exactos!
Y escorpa, reig, sorell, orà, llobarro, aladroc, etc., etc., etc.

Pues ¿y la peixcadora? Sus costumbres, su lenguaje, sus artes para camelar al parroquiano, sus burlas despiadadas, su facilidad para engallarse o para llorar, sus súbitos consuelos que han dado vida al refrán: “El pesar de la peixcadora: pastilla, bollet i got d’a quinzet”...
hasta hoy, que presentan el pescado en los escaparates como si se tratase de orfebrería fina, joyas de filigrana y piedras preciosas a precio no mucho más reducidos.
Así hoy, al menos, me resarciré de las críticas si alguien, hoy con más razón que nunca, al oírme desbrozar el folklore de la pesca, dice en plenísimo folklore: “Este pobre hombre no sabe lo que se pesca”.

PALABRAS

OCHO DE OROS, AYUNTAMIENTO DE VALENCIA



JUEGO


ESCRITURA





Miércoles 5-VII-1933
COMPARANCES


Son exactísimamente las diez y quince minutos. Mi compañero de viaje dice, textualmente:
Fa un sol que bada.
Y yo, maquinalmente, contesto:
És veritat –porque muchas otras veces en situaciones parecidas he afirmado, también, por haberlo oído a otras personas, que, en estos días de julio, “fa un sol que bada”.
Pero esta vez reacciono y pregunto a mi amigo:
—Per què diu vosté que el sol bada?
Y el amigo contesta:
—Home… és una comparança.
Se me ocurre volver a preguntar:
—¿I què és una comparança?
Pero temo que el amigo se amosque y callo pensando que algún día habré de dar toda una conferencia, bien documentada, sobre “les comparances populars valencianes”.
Hace ya dieciséis años que el Doctor Tomás Carreras y Artau, profesor de ética en la Universidad de Barcelona, director y fundador del Arxiu de Etnografia i Folklore de Catalunya, al estudiar las cualidades mentales del pueblo catalán, dedicaba un cuestionario –perdón por el galicismo tan en boga– a les comparances populars. A guisa de ejemplo, citaba docena y media de estas comparaciones. (Digo “comparaciones” porque la palabra comparanza suena a barbarismo en castellano.) Yo, que estudié muy gustosamente todo lo escrito por el sabio catedrático, sentí el deseo de anotar las comparances valencianes que recordaba. Y, sin apartarme de la mesa, a punta de lápiz, en menos de un cuarto de hora, anoté sobre el block de cuartillas ciento veintitantas comparances, tan vulgares, tan conocidas y tan repetidas constantemente por el pueblo valenciano, que no hube de hacer el menor esfuerzo mental para recordarlas.
Esto me hizo ver la importancia que las comparances tienen en el archivo de folklore. Y, poco más tarde, al comparar a mi vez estas comparances con algunas similares del idioma catalán, comprobé que una clara diferencia de matiz las hacía inconfundibles. No en balde el Mtro. Carreras Artau estudiaba sobre estas comparances populars las cualidades mentales del pueblo.
¿Decía, yo, que eran las diez y quince minutos? Pues esa hora era.
Lugar: junto a la parada de taxis, frente al “Ocho de oros”.
¿Dónde está el “Ocho de oros”? ¿Lo ignora alguno de los radioyentes de la capital? Es muy posible.
No se trata del café El As de Oros, ni de los entresuelos de Los Tres Ases. El “Ocho de oros” es fruto de folklore acabadito de granar.
La magnífica puerta de la Casa Ayuntamiento tiene como rico adorno ocho grandes redondeles dorados. Tal día como hoy la pusieron, y a las dos horas escasas ya la había bautizado el pueblo con esa gráfica comparança: “El huit d’oros”. Si alguno de los amables radioyentes no se ha dado cuenta, yo le invito a que haga la personal comprobación. Acérquese a la puerta principal de Ayuntamiento y verá con cuánta repajolera gracia la ha bautizado el pueblo. Aquello es un magnífico naipe con hechura de ocho de oros. Y tal vez nadie vio el parecido, ni el artista que la proyectó, ni los ediles que la admitieron. Pero… ¿el pueblo?... ¿nuestro pueblo?... A ese no se le escapa nunca el perfil gracioso de las cosas más serias.
Escogemos el taxi de 0’40 que nos parece más confortable. Aquel amarillo. “Més groc que un canari”, dice mi acompañante, que, como buen valenciano, no puede prescindir de hacer a cada momento una comparança.
Explico al chófer el plan de viaje. Salimos por la carretera de Madrid; pararemos junto a una posada no lejos del Garaje Masanasa; allí subirán dos sujetos apodados Matacavalls y el Sepo.
El chófer que hasta ahora oía de espaldas a mí, frente al volante y atisbando solo por el espejito retrovisor, no ha podido contenerse e instintivamente se ha vuelto a ver si hablo en serio.
Y como esto es verdad, yo prosigo imperturbable. En unión de estos sujetos llegaremos hasta un campo de las cercanías de Benifayó donde nos estarán esperando otros dos sujetos con quienes es preciso hablar, y enseguida saldremos para Guadasuar, dejando Alcira a la izquierda hasta que…
El gesto del chófer denota seria preocupación. Yo tengo que explicarme para llevar la tranquilidad a su ánimo. A pesar de todas las apariencias, no se trata de dar un golpe de mano en ninguna sucursal de banco que pueda haber en Alberique. Somos gente de paz. Sin embargo, prevenimos al chófer para que tome cuantas precauciones crea necesarias antes de que le escamen los próximos acontecimientos.
Y salimos de Valencia sin que el conductor del taxi acepte la intervención de dos guardias civiles que a la entrada de la carretera le brindan con simpático ademán una inspección preventiva. Se ha fiado de nosotros.
Hace bien, porque Matacavalls, a pesar de su agresivo mote, no es mal hombre. Ni el Sepo, tampoco. Son dos hombres jóvenes, alegres, chalaneadores; Luis Alacreu Gisbert, de Castellar, y Joaquín Barber Rey, de Catarroja, conocedores de cuantas jacas corredoras comen pienso en las alquerías y barracas de la huerta valenciana. Vamos a Guadasuar en busca de una jaquita castaña que oponer a la furia corredora de otra que espera, en la Fonteta de Sant Lluís, rival que se atreva a disputarle el triunfo definitivo en las corregudes de joies que han de realizarse durante la próxima Feria.
Y a todo correr del auto, los compañeros, a fuer de jóvenes y valencianísimos –aunque un poco agitanados por mor de su manera de ganarse la vida–, cuentan, entre verdades, medias verdades y mentiras impasables, tal número de hazañas, que yo quedo sepultado bajo la torrencial lluvia de usuales y no usuales comparances desprendidas de este léxico popular y extremadamente pintoresco.
Sin querer –porque yo preferiría recrear el ánimo en la contemplación de las ubérrimas huertas que atravesamos, cuajadas de ciruelos cuyas desgajadas ramas besan el suelo cediendo a la excesiva cargazón del fruto–, sin querer, repito, por costumbre, por velocidad adquirida, voy agrupando in mente las comparances dichas a granel. Y alguna vez hago breves consideraciones sobre el tema.
Por ejemplo: la tendencia a menospreciar los rasgos fisonómicos comparándolos con los de los animales o con objetos de ínfimo valor: Cara de furó, cara de foguer, boca de rap, nas de suro, coll de pato…
Y, sobre todo, la predilección absoluta por las comparaciones en “más”. Las en “menos” son contadísimas. Hablo entre las que yo conozco, que no son pocas.
Rebuscando, rebuscando, encontraría ahora una docena de las diminutivas: “Menja menys que un pardalet”, “té manco força qu’un crio”, “no val mitja bofetada”, etcétera.
En cambio, las comparaciones aumentativas abundan tanto que, sin dificultad, puede cualquiera, conocedor del idioma valenciano, citar de improviso un par de centenares; sobre todo si pone un poquitín de cuidado al agruparlas.
Por ejemplo:
- De volumen y extensión: “Més gran que Sant Cristòfol”, “més gran que la mitja taronja de la Escola Pia”, “més alt que el Micalet”, “més llarg que la Quaresma”, “més curt qu’un xopetí”, “més gros que un canonge”, “més prim qu’una canela”…
- De colores: “Més groc que la cera”, “més negre que la fam”, “més roig qu’un perdigot”, “més blau qu’un lliri”, “més vert qu’una ceba”…
- De sabores: “Més aspre qu’un codony”, “més amarc qu’un tramussar”, “més dolç que la mel”, “més coent qu’un all”, “més fresc qu’una cama-roja”…
- De defectos físicos: “Més sort qu’una tàpia”, “més cego qu’un paller”…
- De estados anímicos: “Més trist qu’un mussol”, “més sèrio qu’un titot”, “més content que un xiquet en sabates noves”, “més templat qu’una guitarra”, “més dormit qu’un tronc”, “més despert qu’un òbila”…
- De condiciones morales: “Més bo qu’el pa”, “més roín que la tenca”, “més cabut qu’un xurro”, “més llest que l’argent”, “més fi que la seda”…
Y cierro la espita, porque si continúa nada más que medio abierta inundaría a ustedes con el torrente desatado de las comparances populares si no llegaban ustedes a tiempo de cerrar el aparato receptor o buscar una onda menos tabarrística que la que están ustedes soportando.
No quiero, sin embargo, dejar de hacer dos breves observaciones sobre casos especiales:
Una.- Comparaciones con héroes reales o imaginarios. En ellas el pueblo revela conocimiento de la historia o desborde de la fantasía. Entre nosotros es usual decir, de quien ha sufrido muchas contrariedades en la vida: “Patí més que Barceló per la mar”. Porque todavía dura la estela de las proezas realizadas por Antonio Barceló, el famoso marino mallorquín del siglo xviii. Y conocidísimas son estas comparances que a diario oímos: “Més lladre que Soneja”, “més valent que Gerineldo”, “més perdut que Carracuca”, “més perdut que Bala”, “més sabut que Jaumet el Datilero”, “més vell que l’agüela que dugué el pessic a Espanya”… Con excepción de algunos de estos tipos, que tal vez existieron y motivaron la comparança, los demás son también hijos del pueblo y de su fantasía, es decir, de legítimo folklore valenciano.
Otra observación.- Los valencianos, muy expresivos, no se contentan con una sola comparança; subrayan fuerte y gruesamente sus decires uniendo dos o tres de ellas, para que la caricatura quede más vigorosamente trazada. Y a veces encadenan las comparances, como esta que parece un triple salto mortal sobre la cabeza de un embustero: “Ment més que parla, parla més que alena i alena més que un porc”.
Otra comparación similar hay en castellano: “Miente más que habla, habla más que corre y corre más que el viento”. Es pulcra y entonada esta comparación. Trasciende a academicismo. Más parece enaltecer que vilipendiar al mentiroso.
La valenciana tiene franco carácter popular. Es más basta pero tal vez más justa. “Ment més que parla”. Es decir, que más son las mentiras que las palabras; miente con los ojos y con el gesto y con el ademán… “Parla més que alena”; no toma resuello para hablar, ¡tanto es su deseo de mentir!, “i alena més que un porc”. Aquí está la prueba de que la comparança no nació en la ciudad. Su procedencia rural queda demostrada con esta comparación que no se le ocurriría fácilmente a un ciudadano.
Entre la castellana y la valenciana, igualdad de intención pero distinto matiz y concreción distinta. Bien supo lo que hacía el Dr. Carreras Artau al solicitar la colaboración de todos para que facilitasen comparances, fijando el área comarcal en que habían sido recogidas, con objeto de estudiar las cualidades intelectuales del pueblo.
Yo hago idéntica súplica a mis benévolos radioyentes. Dediquen unos minutos –aunque no pasen de diez– a enviar las comparances que les parezcan más dignas de estudio.
Así me tendrán “més content qu’un gat en un lleu”. De lo contrario habré perdido el tiempo. Porque esto del folklore tiene “més tecles qu’un orgue”; yo salgo de este estudio de Unión Radio “més suat que un poll” y “més torbat que un allioli”, pero esperanzado, seguro de encontrar colaboración. Y si no me hacen caso, como dice la comparança tengo que volver a casa “més coent qu’un all” y “més corregut que una mona”.





LA SOMBRA

Introducción


El veintiuno de junio de 1933 en el habitual programa de los miércoles que emitía Unión Radio Valencia, Maximiliano Thous Orts, aprovechaba el verano  para hablar del calor y de influencia en la cultura popular. En esta charla Thous hace referencia a los diversos dichos que en la cultura popular valenciana guarda para referirse al calor , así como de refranes vinculados a árboles tradicionales.
Miércoles 21-6-1933


Estamos en junio y en Valencia.
No he dicho nada nuevo, ¿verdad?
Pero me interesa hacer constar que estamos en junio y en Valencia para justificar el tema de esta charla; tema ensartado a plena luz para ser desarrollado entre nocturnas sombras.
Junio y Valencia son luz cegadora bajo un cielo azul inmaculado. Luz a raudales, a torrentes, a cataratas. Luz vivísima que lo inunda todo, que choca y refleja sobre el pavimento urbano, sobre los bruñidos mármoles y los tersos cristales de los escaparates, cada vez más amplios y más exentos de adornos atenuadores.
La luz hiere la retina, hacer entornar los párpados, fruncir el entrecejo, caminar un poco a tientas… Y buscamos el paliativo de las gafas ahumadas. Un tenue velo de sombra entre los indefensos ojos y la acometedora luz que les hiere en todas direcciones. ¡Plácida sombra; sombra sedante y confortadora!...
Pero no es esto todo. Con la luz, el calor sofoca y abochorna. El pavimento de asfalto se ablanda bajo las pisadas. Apenas cae sobre la gris superficie de la rúa el consolador riego de los tanques municipales; vaporízase el agua, elévase una tenue y blancuzca neblina y el suelo queda enjuto, seco, mordente, dispuesto a prenderse en las suelas de los zapatos. Siéntense los síntomas de la asfixia; se suda copiosamente.
Es preciso buscar, bajo el toldo de una tienda, en la terraza de un bar o al socaire de un alto edificio, la sombra acogedora que nos libre de la luz candente. ¡Plácida sombra; sombra sedante y confortadora!...
Nada más amable que la sombra en esos días que preludian un verano contra el cual van a ser insuficientes el sinsombrerismo, los zapatos de lona, el traje de hilo crudo y los polos helados.
¡Sombra!… ¿Dónde hay una sombra? Es la sombra lo más apetecible.
Y a la sombra me acojo, recordando que en la sombra, con la sombra y alrededor de la sombra, han florecido los innumerables brotes de folklore que ahora dan fruta del tiempo.
La sombra más amada de los valencianos –¿hará falta decirlo?– es l’ombra del Micalet.
Hubo un tiempo en que la sombra del Miguelete, por la destacada altura de la venerada torre, sobre todas las edificaciones urbanas, era una sombra excepcional, aguja de reloj solar cuya proyección desbordaba los límites de las viejas murallas.
Hoy ya no es eso. Existen “rascacielos” que dejan en sombra a la elevada torre. Y no han de pasar muchos años sin que el crecimiento vertical de nuestra amada Valencia haga que la que fue cúspide ciudadana venga a quedar en deprimido ombligo.
Pero el folklore, el saber y el sentimiento del Pueblo, dieron tal fuerza emotiva a l’ombra del Micalet que los valencianos, sobre todo en tierra extraña, añoraran siempre la sombra del Miguelete, aun a sabiendas de que “el Micalet” ha quedado totalmente envuelto en la penumbra.
Nada tan admirable como la luz, primera creación del Todopoderoso. Y, sin embargo, más que la luz, inspira la sombra, los dichos, refranes, juicios y sentencias del Pueblo.
La sombra que no es negación de la luz como muchos han escrito atropelladamente, sino atenuación de la luz misma.
Frente a la luz, la sombra es amable. Sin luz, no hay sombra. Hay oscuridad, que no es lo mismo.
Y el Pueblo rinde a la sombra toda suerte de acatamientos.
La categoría de las localidades en la Plaza de Toros, antes que por la proximidad al ruedo, se mide por la posición con respecto a la luz. Primero que alto y bajo, “sol y sombra”. La sombra es la preferida.
Hay más. La sombra es, según el Pueblo, sinónimo del espíritu y de la gracia. El hombre de ingenio, ocurrente y oportuno, es, ante todo, un hombre que tiene “buena sombra”.
Y el afortunado, también. Este es otro matiz del folklore que identifica la sombra con la habilidad, el acierto y la suerte próspera del individuo. Aquel a quien todas las cosas salen a medida de su deseo, no lo consigue, según el sentir popular, porque obre con talento, cautela, previsión y prudencia; sino, sencillamente, porque tiene “muy buena sombra”.
Y dicho queda que lo contrario –es decir, la pesadez, la patosidad y hasta la irremediable desgracia– no es ni más ni menos que fruto de la mala sombra que lleva consigo el individuo.
Para La mala sombra, llevada al teatro, ha escrito el valencianísimo Maestro Serrano una de sus más inspiradas partituras musicales.
Por extensión de la mala sombra, la cárcel no es precisamente un encierro penoso; lo triste es la sombra. Del que delinque y merece castigo dice el Pueblo que “lo van a poner a la sombra”.
La sombra, compañera inseparable del hombre, puede, según el folklore, revolverse contra el propio hombre que la produce y ser acusadora y acometedora. 
Del hombre receloso, incapaz de sentir confianza, se dice que “no se fía ni de su sombra”; y del extremadamente miedoso, que “huye de su propia sombra”.
Del que se ha arruinado corporal o económicamente la gente afirma que ya no es ni sombra de lo que fue en mejores tiempos.
La protección de la sombra, cuando es un árbol quien la proyecta, es eficacísima.
De estos últimos, el Pueblo valenciano, como otros pueblos peninsulares, solo tiene uno bien separado y señalado: la higuera silvestre.
En tierras de Valencia se dice del desgraciado que irradia daño a todo lo que le rodea: “Té l’ombra de la figuera borda”.
Aquí el dicho se apoya en una leyenda conocidísima. Fue una higuera que negó sus melifluos frutos al buen Jesús, en uno de sus viajes de apóstol redentor. Y fue condenada a eterna esterilidad. No da frutos. Solo da hojas. De aquí que se la llame “higuera infernal”. El que duerme a su sombra despierta atarantado, ¡si es que despierta!
El ciprés ha sido calumniado; hay quien cree su sombra fatídica.
Porque el ciprés, hogaño, adorna los vía crucis y los cementerios. A su sombra duermen los muertos el eterno sueño y el fervor de los creyentes musita sentimentales plegarias.
Al amparo de la sombra emergen las fuentes de aguas más puras, frescas y cristalinas. No hay pueblo valenciano rico en nacimientos de aguas que no brinde al folklore un título popular de su fuente predilecta: La font de l’ombria. Decir “Font de l’ombria” es decir linfa clara al abrigo de picudas peñas y copudos árboles.
Sin darme cuenta, llevado de la naturaleza del tema, creo que me he puesto algo bucólico y tal vez estoy haciendo demasiadas fioriture. Con ello me aparto del tono llano, casi familiar, horro de galanuras, breve y sincero que procuro sea nota constante de mis charlas.
He de frenar, he de frenar. 
He esbozado un tema que puede ser motivo de más amplia disertación.
Aquí queda. Recójalo quien pueda explanarlo con más facilidad y con más “buena sombra”.
Y digan de mí lo que quieran mientras no me falte l’ombra del Micalet, a la que he consagrado mi vida entera.






Miércoles 7-XII-1932
LA MEMORIA



El pueblo que crea y cultiva las frases, los dichos, los usos y las costumbres, vistosa flora del ameno campo del folklore, tiene normas ingenuas y graciosas para vigorizar la memoria o para olvidar los hechos.
Para olvidar o para simular que los olvida. Aquí el humorismo y la socarronería impregnan dichos y refranes.
No sabe el pueblo de mnemotecnia, no conoce ni puede imaginar, tal vez, la existencia de una ciencia que cultive la memoria. Pero en forma empírica, por sencillos procedimientos que son amena nota del folklore que estudiamos, procura ordenar los recuerdos, fijar épocas, retener las fugaces cifras de una fecha, llevar la cuenta de las deudas y de los años, que pesan tanto como las deudas.
Contrariamente, para olvidar tiene también sus rudimentarios métodos y para fingir que olvida, aun cuando recuerde detalladamente, unas pícaras “salidas de pie de banco”, capítulos de “Gramática Parda”, que están encuadrados en los límites del estudio del folklore.
He aquí enunciado un tema que, como todos los que hemos insinuado en las cuarenta y siete charlas precedentes, ofrece abundante material para una disertación en el Ateneo o un trabajo periodístico que, indudablemente, resultarían muy amenos.
Yo me limitaré a un escarceo. Quede para estudiosos y patriotas colaboradores, acometer el tema a fondo. Y si nadie hay que se preste a la patriótica y cultural ayuda, yo mismo iré volviendo sobre los temas para ampliarlos como pueda y cuando pueda.
Avante.
La gente popular valenciana, en sus conversaciones, suele agrupar las citas de fechas, en estos puntos capitales que le sirven de referencia y que yo enumero remontando el orden cronológico como río que volviera sobre su curso: “L’any que mataren a Fabrilo”, “l’any de la Riuà”, “l’any del Còlera” y “la Cantonal”.
No se dice la fecha porque se ignoran las cifras, pero se dice: “Això passà per l’any del còlera”, o “quan la Riuà”, o “quan mataren a Fabrilo”.
Hay aún otra referencia que se remonta a lo inmemorial, a lo que no tiene fecha definida y se ha sepultado en el abismo del pasado. Este es el tiempo en que “reinava el rei Pepet”.
Siempre que se quiere decir que un traje es viejísimo o que una fecha es tan lejana que no hay modo de recordarla, el pueblo valenciano afirma que es de “quan reinava el rei Pepet”.
Yo creo estar en lo cierto si afirmo que este “rei Pepet” no es tan antiguo como el pueblo supone. Reinó en 1808, y no es otro que el infeliz intruso José Bonaparte, a quien su hermano Napoleón, de Francia, hizo sentar, velis nolis, en el trono de Madrid.
La guerra de la Independencia fue algo así como un borrón y cuenta nueva en la historia de españa. Fue entonces cada región por el camino que le marcó su afán de independencia. Al volver la paz, tuvo que preocuparse de las veleidades fernandinas. Perdió el pueblo la memoria. Menudearon las guerras civiles, las antillanas. Y el pueblo buceando en el tiempo se acogió al principio de la era catastrófica, al reinado del “rei Pepet”, el que en Madrid fue llamado “Pepe Botellas”.
“El temps del rei Pepet”, en Valencia, corresponde a “los tiempos de Maricastaña”, en tierras de Castila.
No sigo deteniéndome en este punto para tener tiempo de esbozar los restantes.
Memoria para la contabilidad de deudas. Hay un detalle interesante del folklore valenciano hoy usado sólo humorísticamente; decir cuando se toma algo a préstamo: “Hu he pres a ratlla”.
¿Qué quiere decir esto de tomar “a ratlla”? Cualquiera adivina que se trata de anotar con una raya sobre la pared o sobre el papel tantas veces como cosas se han pedido. Así es. Pero, concretamente, existía un procedimiento que yo he llegado a conocer y era ingeniosísimo.
No sé si subsistirá en algún pueblo de la Región. Celebraré que no subsista porque demuestra analfabetismo.
Procuraré dar una explicación del sistema que vi poner en práctica a una cigarrera de nuestra fábrica, poseedora de algunos ahorros que prestaba, cantidades a rèlit, como en valenciano vulgar se dice a los préstamos con interés.
La cigarrera, en cuestión, vive todavía. Lo que digo no se remonta más allá de hace 35 años. Había muchas fiadoras que usaban la misma simplicísima contabilidad.
Veamos.
Prestaban, por ejemplo, veinte duros a devolver en veinte plazos semanales. Para esta cuenta se utilizaba un canuto de caña serrado desde arriba de un nudo hasta la proximidad del otro.
¿Ven ustedes el canuto? Ahora había que cortarlo de arriba abajo, es decir, perpendicularmente, en dos partes iguales. Una mitad la conservaba la fiadora que, con una pequeña lima, hacía en el borde de la caña veinte pequeñas muescas o hendiduras.
La otra mitad del canuto de caña, partido, quedaba en poder del deudor.
Modo de llevar la cuenta: La fiadora unía la media caña con la de la persona deudora. El ajuste había de ser perfecto. Y en el momento de cobrar el plazo, con la pequeña lima hacía en la media caña del deudor una muesca o hendidura, correspondiente a una de las de la media caña matriz.
No había forma de burlar esta contabilidad. Cualquier ardid trapacero era delatado al unir las dos medias cañas. Inútil añadir que, a pesar de todo, una buena fe había de presidir estas operaciones de crédito.
Así se llevaba memoria de las deudas.
Esto era “pendre dinés a ratlla”.
Los años y meses de edad, entre gentes viejas, campesinas y montariezas del reino de valencia eran recordados, y aún lo son, tomando como unidad par del año el real de vellón. Así un hombre de sesenta y dos años, tenía de edad: tres duros i dos quinzets, o sea, sesenta y dos reales.
El olvido, como en todos los países, ha tenido, para el pueblo, su primer disculpa en el alcohol. Es infinito el número de los que intentan justificar su afición a embriagarse diciendo que beben para olvidar, para borrar penas, para matar recuerdos, para ahogar el hambre…
Un pueblo joven, el argentino, ha inundado el mundo de tangos decadentes, que rezuman alcohol y blandenguería sentimental. Es un encanto oír a nuestras señoritas “bien”, pero “bien”, cantar aquello de “Mozo, traiga otra copa”, “Esta noche me emborracho”, etc., etc.
En el folklore valenciano tiene este mismo caso otro matiz: el de la guasa sorda. Aquí se dice para indicar que uno no quiere hacer memoria: “Com te hu diguí en la tenda, no m’enrecorde”. La tenda es la taberna del pueblo. Lo que se promete en la tenda, bajo la influencia del alcohol, no tiene valor alguno. “¡Com te hu diguí en la tenda, no m’enrecorde!”… Y sí que se acuerda, pero toma esa excusa para eludir el compromiso.
Por el contrario, hay un procedimiento para recordar: Fer-se un nyuc en el mocador. Para que sea eficaz el procedimiento hace falta, primero, tener mocador; segundo, hacer el nudo, y tercero y muy importante, acordarse del motivo que hubo para hacer el nudo. Porque hay muchos que saben que el nudo les obliga a recordar alguna cosa, pero han olvidado, totalmente, la cosa que debieran recordar.
Otro procedimiento: cambiar de mano el anillo, aquel que lo lleva. Tiene los mismos inconvenientes, aumentados con el coste del anillo.
Pero estos procedimientos, además de que se hallan en todos los pueblos del orbe, no sirven más que para un momento determinado.
En el folklore valenciano existe un procedimiento general, amplio, seguro, al parecer, de conservar la memoria: Menjar rabos de pansa.
El pueblo lo dice con insistencia: hay que comer rabos de pasa, si se quiere cultivar la memoria.
¿Hay alguien que, real y efectivamente, haya comido rabos de pansa y experimentado los efectos de lucidez en el recuerdo? Declaro que lo ignoro.
A la hora que me he propuesto este tema, no ha quedado tiempo para estudiarlo a fondo y documentarme.
¿Por qué tienen los rabos de pasa la virtud de fortalecer la memoria?, ¿quién descubrió esta estupendísima propiedad de los rabos de pansa?
Yo sé que los rabos de cereza tienen cierto valor en las herboristerías. Creo que para afecciones del pecho. Tampoco estoy bien enterado.
Pero de los rabos de pasa, de sus maravillosos efectos en la retentiva de los hechos, nada sé más que la afirmación popular: “Per a tindre memòria hi ha que menjar rabos de pansa”.
Este prodigio no debe quedar entre nosotros. Hay que incorporarlo, seriamente, a las conquistas del vegetarianismo.
Yo sería feliz sabiendo quién descubrió el remedio, dónde hay casos clínicos y por qué razón ha quedado como axioma en el folklore valenciano.
¿Quieren ustedes hacer el favor de colaborar en esta encuesta, queridos radioyentes?
Yo, por mi parte, prometo comer rabos de pansa para no olvidarme de recordarlo ni de agradecerlo.