PALABRAS

OCHO DE OROS, AYUNTAMIENTO DE VALENCIA



JUEGO


ESCRITURA





Miércoles 5-VII-1933
COMPARANCES


Son exactísimamente las diez y quince minutos. Mi compañero de viaje dice, textualmente:
Fa un sol que bada.
Y yo, maquinalmente, contesto:
És veritat –porque muchas otras veces en situaciones parecidas he afirmado, también, por haberlo oído a otras personas, que, en estos días de julio, “fa un sol que bada”.
Pero esta vez reacciono y pregunto a mi amigo:
—Per què diu vosté que el sol bada?
Y el amigo contesta:
—Home… és una comparança.
Se me ocurre volver a preguntar:
—¿I què és una comparança?
Pero temo que el amigo se amosque y callo pensando que algún día habré de dar toda una conferencia, bien documentada, sobre “les comparances populars valencianes”.
Hace ya dieciséis años que el Doctor Tomás Carreras y Artau, profesor de ética en la Universidad de Barcelona, director y fundador del Arxiu de Etnografia i Folklore de Catalunya, al estudiar las cualidades mentales del pueblo catalán, dedicaba un cuestionario –perdón por el galicismo tan en boga– a les comparances populars. A guisa de ejemplo, citaba docena y media de estas comparaciones. (Digo “comparaciones” porque la palabra comparanza suena a barbarismo en castellano.) Yo, que estudié muy gustosamente todo lo escrito por el sabio catedrático, sentí el deseo de anotar las comparances valencianes que recordaba. Y, sin apartarme de la mesa, a punta de lápiz, en menos de un cuarto de hora, anoté sobre el block de cuartillas ciento veintitantas comparances, tan vulgares, tan conocidas y tan repetidas constantemente por el pueblo valenciano, que no hube de hacer el menor esfuerzo mental para recordarlas.
Esto me hizo ver la importancia que las comparances tienen en el archivo de folklore. Y, poco más tarde, al comparar a mi vez estas comparances con algunas similares del idioma catalán, comprobé que una clara diferencia de matiz las hacía inconfundibles. No en balde el Mtro. Carreras Artau estudiaba sobre estas comparances populars las cualidades mentales del pueblo.
¿Decía, yo, que eran las diez y quince minutos? Pues esa hora era.
Lugar: junto a la parada de taxis, frente al “Ocho de oros”.
¿Dónde está el “Ocho de oros”? ¿Lo ignora alguno de los radioyentes de la capital? Es muy posible.
No se trata del café El As de Oros, ni de los entresuelos de Los Tres Ases. El “Ocho de oros” es fruto de folklore acabadito de granar.
La magnífica puerta de la Casa Ayuntamiento tiene como rico adorno ocho grandes redondeles dorados. Tal día como hoy la pusieron, y a las dos horas escasas ya la había bautizado el pueblo con esa gráfica comparança: “El huit d’oros”. Si alguno de los amables radioyentes no se ha dado cuenta, yo le invito a que haga la personal comprobación. Acérquese a la puerta principal de Ayuntamiento y verá con cuánta repajolera gracia la ha bautizado el pueblo. Aquello es un magnífico naipe con hechura de ocho de oros. Y tal vez nadie vio el parecido, ni el artista que la proyectó, ni los ediles que la admitieron. Pero… ¿el pueblo?... ¿nuestro pueblo?... A ese no se le escapa nunca el perfil gracioso de las cosas más serias.
Escogemos el taxi de 0’40 que nos parece más confortable. Aquel amarillo. “Més groc que un canari”, dice mi acompañante, que, como buen valenciano, no puede prescindir de hacer a cada momento una comparança.
Explico al chófer el plan de viaje. Salimos por la carretera de Madrid; pararemos junto a una posada no lejos del Garaje Masanasa; allí subirán dos sujetos apodados Matacavalls y el Sepo.
El chófer que hasta ahora oía de espaldas a mí, frente al volante y atisbando solo por el espejito retrovisor, no ha podido contenerse e instintivamente se ha vuelto a ver si hablo en serio.
Y como esto es verdad, yo prosigo imperturbable. En unión de estos sujetos llegaremos hasta un campo de las cercanías de Benifayó donde nos estarán esperando otros dos sujetos con quienes es preciso hablar, y enseguida saldremos para Guadasuar, dejando Alcira a la izquierda hasta que…
El gesto del chófer denota seria preocupación. Yo tengo que explicarme para llevar la tranquilidad a su ánimo. A pesar de todas las apariencias, no se trata de dar un golpe de mano en ninguna sucursal de banco que pueda haber en Alberique. Somos gente de paz. Sin embargo, prevenimos al chófer para que tome cuantas precauciones crea necesarias antes de que le escamen los próximos acontecimientos.
Y salimos de Valencia sin que el conductor del taxi acepte la intervención de dos guardias civiles que a la entrada de la carretera le brindan con simpático ademán una inspección preventiva. Se ha fiado de nosotros.
Hace bien, porque Matacavalls, a pesar de su agresivo mote, no es mal hombre. Ni el Sepo, tampoco. Son dos hombres jóvenes, alegres, chalaneadores; Luis Alacreu Gisbert, de Castellar, y Joaquín Barber Rey, de Catarroja, conocedores de cuantas jacas corredoras comen pienso en las alquerías y barracas de la huerta valenciana. Vamos a Guadasuar en busca de una jaquita castaña que oponer a la furia corredora de otra que espera, en la Fonteta de Sant Lluís, rival que se atreva a disputarle el triunfo definitivo en las corregudes de joies que han de realizarse durante la próxima Feria.
Y a todo correr del auto, los compañeros, a fuer de jóvenes y valencianísimos –aunque un poco agitanados por mor de su manera de ganarse la vida–, cuentan, entre verdades, medias verdades y mentiras impasables, tal número de hazañas, que yo quedo sepultado bajo la torrencial lluvia de usuales y no usuales comparances desprendidas de este léxico popular y extremadamente pintoresco.
Sin querer –porque yo preferiría recrear el ánimo en la contemplación de las ubérrimas huertas que atravesamos, cuajadas de ciruelos cuyas desgajadas ramas besan el suelo cediendo a la excesiva cargazón del fruto–, sin querer, repito, por costumbre, por velocidad adquirida, voy agrupando in mente las comparances dichas a granel. Y alguna vez hago breves consideraciones sobre el tema.
Por ejemplo: la tendencia a menospreciar los rasgos fisonómicos comparándolos con los de los animales o con objetos de ínfimo valor: Cara de furó, cara de foguer, boca de rap, nas de suro, coll de pato…
Y, sobre todo, la predilección absoluta por las comparaciones en “más”. Las en “menos” son contadísimas. Hablo entre las que yo conozco, que no son pocas.
Rebuscando, rebuscando, encontraría ahora una docena de las diminutivas: “Menja menys que un pardalet”, “té manco força qu’un crio”, “no val mitja bofetada”, etcétera.
En cambio, las comparaciones aumentativas abundan tanto que, sin dificultad, puede cualquiera, conocedor del idioma valenciano, citar de improviso un par de centenares; sobre todo si pone un poquitín de cuidado al agruparlas.
Por ejemplo:
- De volumen y extensión: “Més gran que Sant Cristòfol”, “més gran que la mitja taronja de la Escola Pia”, “més alt que el Micalet”, “més llarg que la Quaresma”, “més curt qu’un xopetí”, “més gros que un canonge”, “més prim qu’una canela”…
- De colores: “Més groc que la cera”, “més negre que la fam”, “més roig qu’un perdigot”, “més blau qu’un lliri”, “més vert qu’una ceba”…
- De sabores: “Més aspre qu’un codony”, “més amarc qu’un tramussar”, “més dolç que la mel”, “més coent qu’un all”, “més fresc qu’una cama-roja”…
- De defectos físicos: “Més sort qu’una tàpia”, “més cego qu’un paller”…
- De estados anímicos: “Més trist qu’un mussol”, “més sèrio qu’un titot”, “més content que un xiquet en sabates noves”, “més templat qu’una guitarra”, “més dormit qu’un tronc”, “més despert qu’un òbila”…
- De condiciones morales: “Més bo qu’el pa”, “més roín que la tenca”, “més cabut qu’un xurro”, “més llest que l’argent”, “més fi que la seda”…
Y cierro la espita, porque si continúa nada más que medio abierta inundaría a ustedes con el torrente desatado de las comparances populares si no llegaban ustedes a tiempo de cerrar el aparato receptor o buscar una onda menos tabarrística que la que están ustedes soportando.
No quiero, sin embargo, dejar de hacer dos breves observaciones sobre casos especiales:
Una.- Comparaciones con héroes reales o imaginarios. En ellas el pueblo revela conocimiento de la historia o desborde de la fantasía. Entre nosotros es usual decir, de quien ha sufrido muchas contrariedades en la vida: “Patí més que Barceló per la mar”. Porque todavía dura la estela de las proezas realizadas por Antonio Barceló, el famoso marino mallorquín del siglo xviii. Y conocidísimas son estas comparances que a diario oímos: “Més lladre que Soneja”, “més valent que Gerineldo”, “més perdut que Carracuca”, “més perdut que Bala”, “més sabut que Jaumet el Datilero”, “més vell que l’agüela que dugué el pessic a Espanya”… Con excepción de algunos de estos tipos, que tal vez existieron y motivaron la comparança, los demás son también hijos del pueblo y de su fantasía, es decir, de legítimo folklore valenciano.
Otra observación.- Los valencianos, muy expresivos, no se contentan con una sola comparança; subrayan fuerte y gruesamente sus decires uniendo dos o tres de ellas, para que la caricatura quede más vigorosamente trazada. Y a veces encadenan las comparances, como esta que parece un triple salto mortal sobre la cabeza de un embustero: “Ment més que parla, parla més que alena i alena més que un porc”.
Otra comparación similar hay en castellano: “Miente más que habla, habla más que corre y corre más que el viento”. Es pulcra y entonada esta comparación. Trasciende a academicismo. Más parece enaltecer que vilipendiar al mentiroso.
La valenciana tiene franco carácter popular. Es más basta pero tal vez más justa. “Ment més que parla”. Es decir, que más son las mentiras que las palabras; miente con los ojos y con el gesto y con el ademán… “Parla més que alena”; no toma resuello para hablar, ¡tanto es su deseo de mentir!, “i alena més que un porc”. Aquí está la prueba de que la comparança no nació en la ciudad. Su procedencia rural queda demostrada con esta comparación que no se le ocurriría fácilmente a un ciudadano.
Entre la castellana y la valenciana, igualdad de intención pero distinto matiz y concreción distinta. Bien supo lo que hacía el Dr. Carreras Artau al solicitar la colaboración de todos para que facilitasen comparances, fijando el área comarcal en que habían sido recogidas, con objeto de estudiar las cualidades intelectuales del pueblo.
Yo hago idéntica súplica a mis benévolos radioyentes. Dediquen unos minutos –aunque no pasen de diez– a enviar las comparances que les parezcan más dignas de estudio.
Así me tendrán “més content qu’un gat en un lleu”. De lo contrario habré perdido el tiempo. Porque esto del folklore tiene “més tecles qu’un orgue”; yo salgo de este estudio de Unión Radio “més suat que un poll” y “més torbat que un allioli”, pero esperanzado, seguro de encontrar colaboración. Y si no me hacen caso, como dice la comparança tengo que volver a casa “més coent qu’un all” y “més corregut que una mona”.





LA SOMBRA

Introducción


El veintiuno de junio de 1933 en el habitual programa de los miércoles que emitía Unión Radio Valencia, Maximiliano Thous Orts, aprovechaba el verano  para hablar del calor y de influencia en la cultura popular. En esta charla Thous hace referencia a los diversos dichos que en la cultura popular valenciana guarda para referirse al calor , así como de refranes vinculados a árboles tradicionales.
Miércoles 21-6-1933


Estamos en junio y en Valencia.
No he dicho nada nuevo, ¿verdad?
Pero me interesa hacer constar que estamos en junio y en Valencia para justificar el tema de esta charla; tema ensartado a plena luz para ser desarrollado entre nocturnas sombras.
Junio y Valencia son luz cegadora bajo un cielo azul inmaculado. Luz a raudales, a torrentes, a cataratas. Luz vivísima que lo inunda todo, que choca y refleja sobre el pavimento urbano, sobre los bruñidos mármoles y los tersos cristales de los escaparates, cada vez más amplios y más exentos de adornos atenuadores.
La luz hiere la retina, hacer entornar los párpados, fruncir el entrecejo, caminar un poco a tientas… Y buscamos el paliativo de las gafas ahumadas. Un tenue velo de sombra entre los indefensos ojos y la acometedora luz que les hiere en todas direcciones. ¡Plácida sombra; sombra sedante y confortadora!...
Pero no es esto todo. Con la luz, el calor sofoca y abochorna. El pavimento de asfalto se ablanda bajo las pisadas. Apenas cae sobre la gris superficie de la rúa el consolador riego de los tanques municipales; vaporízase el agua, elévase una tenue y blancuzca neblina y el suelo queda enjuto, seco, mordente, dispuesto a prenderse en las suelas de los zapatos. Siéntense los síntomas de la asfixia; se suda copiosamente.
Es preciso buscar, bajo el toldo de una tienda, en la terraza de un bar o al socaire de un alto edificio, la sombra acogedora que nos libre de la luz candente. ¡Plácida sombra; sombra sedante y confortadora!...
Nada más amable que la sombra en esos días que preludian un verano contra el cual van a ser insuficientes el sinsombrerismo, los zapatos de lona, el traje de hilo crudo y los polos helados.
¡Sombra!… ¿Dónde hay una sombra? Es la sombra lo más apetecible.
Y a la sombra me acojo, recordando que en la sombra, con la sombra y alrededor de la sombra, han florecido los innumerables brotes de folklore que ahora dan fruta del tiempo.
La sombra más amada de los valencianos –¿hará falta decirlo?– es l’ombra del Micalet.
Hubo un tiempo en que la sombra del Miguelete, por la destacada altura de la venerada torre, sobre todas las edificaciones urbanas, era una sombra excepcional, aguja de reloj solar cuya proyección desbordaba los límites de las viejas murallas.
Hoy ya no es eso. Existen “rascacielos” que dejan en sombra a la elevada torre. Y no han de pasar muchos años sin que el crecimiento vertical de nuestra amada Valencia haga que la que fue cúspide ciudadana venga a quedar en deprimido ombligo.
Pero el folklore, el saber y el sentimiento del Pueblo, dieron tal fuerza emotiva a l’ombra del Micalet que los valencianos, sobre todo en tierra extraña, añoraran siempre la sombra del Miguelete, aun a sabiendas de que “el Micalet” ha quedado totalmente envuelto en la penumbra.
Nada tan admirable como la luz, primera creación del Todopoderoso. Y, sin embargo, más que la luz, inspira la sombra, los dichos, refranes, juicios y sentencias del Pueblo.
La sombra que no es negación de la luz como muchos han escrito atropelladamente, sino atenuación de la luz misma.
Frente a la luz, la sombra es amable. Sin luz, no hay sombra. Hay oscuridad, que no es lo mismo.
Y el Pueblo rinde a la sombra toda suerte de acatamientos.
La categoría de las localidades en la Plaza de Toros, antes que por la proximidad al ruedo, se mide por la posición con respecto a la luz. Primero que alto y bajo, “sol y sombra”. La sombra es la preferida.
Hay más. La sombra es, según el Pueblo, sinónimo del espíritu y de la gracia. El hombre de ingenio, ocurrente y oportuno, es, ante todo, un hombre que tiene “buena sombra”.
Y el afortunado, también. Este es otro matiz del folklore que identifica la sombra con la habilidad, el acierto y la suerte próspera del individuo. Aquel a quien todas las cosas salen a medida de su deseo, no lo consigue, según el sentir popular, porque obre con talento, cautela, previsión y prudencia; sino, sencillamente, porque tiene “muy buena sombra”.
Y dicho queda que lo contrario –es decir, la pesadez, la patosidad y hasta la irremediable desgracia– no es ni más ni menos que fruto de la mala sombra que lleva consigo el individuo.
Para La mala sombra, llevada al teatro, ha escrito el valencianísimo Maestro Serrano una de sus más inspiradas partituras musicales.
Por extensión de la mala sombra, la cárcel no es precisamente un encierro penoso; lo triste es la sombra. Del que delinque y merece castigo dice el Pueblo que “lo van a poner a la sombra”.
La sombra, compañera inseparable del hombre, puede, según el folklore, revolverse contra el propio hombre que la produce y ser acusadora y acometedora. 
Del hombre receloso, incapaz de sentir confianza, se dice que “no se fía ni de su sombra”; y del extremadamente miedoso, que “huye de su propia sombra”.
Del que se ha arruinado corporal o económicamente la gente afirma que ya no es ni sombra de lo que fue en mejores tiempos.
La protección de la sombra, cuando es un árbol quien la proyecta, es eficacísima.
De estos últimos, el Pueblo valenciano, como otros pueblos peninsulares, solo tiene uno bien separado y señalado: la higuera silvestre.
En tierras de Valencia se dice del desgraciado que irradia daño a todo lo que le rodea: “Té l’ombra de la figuera borda”.
Aquí el dicho se apoya en una leyenda conocidísima. Fue una higuera que negó sus melifluos frutos al buen Jesús, en uno de sus viajes de apóstol redentor. Y fue condenada a eterna esterilidad. No da frutos. Solo da hojas. De aquí que se la llame “higuera infernal”. El que duerme a su sombra despierta atarantado, ¡si es que despierta!
El ciprés ha sido calumniado; hay quien cree su sombra fatídica.
Porque el ciprés, hogaño, adorna los vía crucis y los cementerios. A su sombra duermen los muertos el eterno sueño y el fervor de los creyentes musita sentimentales plegarias.
Al amparo de la sombra emergen las fuentes de aguas más puras, frescas y cristalinas. No hay pueblo valenciano rico en nacimientos de aguas que no brinde al folklore un título popular de su fuente predilecta: La font de l’ombria. Decir “Font de l’ombria” es decir linfa clara al abrigo de picudas peñas y copudos árboles.
Sin darme cuenta, llevado de la naturaleza del tema, creo que me he puesto algo bucólico y tal vez estoy haciendo demasiadas fioriture. Con ello me aparto del tono llano, casi familiar, horro de galanuras, breve y sincero que procuro sea nota constante de mis charlas.
He de frenar, he de frenar. 
He esbozado un tema que puede ser motivo de más amplia disertación.
Aquí queda. Recójalo quien pueda explanarlo con más facilidad y con más “buena sombra”.
Y digan de mí lo que quieran mientras no me falte l’ombra del Micalet, a la que he consagrado mi vida entera.






Miércoles 7-XII-1932
LA MEMORIA



El pueblo que crea y cultiva las frases, los dichos, los usos y las costumbres, vistosa flora del ameno campo del folklore, tiene normas ingenuas y graciosas para vigorizar la memoria o para olvidar los hechos.
Para olvidar o para simular que los olvida. Aquí el humorismo y la socarronería impregnan dichos y refranes.
No sabe el pueblo de mnemotecnia, no conoce ni puede imaginar, tal vez, la existencia de una ciencia que cultive la memoria. Pero en forma empírica, por sencillos procedimientos que son amena nota del folklore que estudiamos, procura ordenar los recuerdos, fijar épocas, retener las fugaces cifras de una fecha, llevar la cuenta de las deudas y de los años, que pesan tanto como las deudas.
Contrariamente, para olvidar tiene también sus rudimentarios métodos y para fingir que olvida, aun cuando recuerde detalladamente, unas pícaras “salidas de pie de banco”, capítulos de “Gramática Parda”, que están encuadrados en los límites del estudio del folklore.
He aquí enunciado un tema que, como todos los que hemos insinuado en las cuarenta y siete charlas precedentes, ofrece abundante material para una disertación en el Ateneo o un trabajo periodístico que, indudablemente, resultarían muy amenos.
Yo me limitaré a un escarceo. Quede para estudiosos y patriotas colaboradores, acometer el tema a fondo. Y si nadie hay que se preste a la patriótica y cultural ayuda, yo mismo iré volviendo sobre los temas para ampliarlos como pueda y cuando pueda.
Avante.
La gente popular valenciana, en sus conversaciones, suele agrupar las citas de fechas, en estos puntos capitales que le sirven de referencia y que yo enumero remontando el orden cronológico como río que volviera sobre su curso: “L’any que mataren a Fabrilo”, “l’any de la Riuà”, “l’any del Còlera” y “la Cantonal”.
No se dice la fecha porque se ignoran las cifras, pero se dice: “Això passà per l’any del còlera”, o “quan la Riuà”, o “quan mataren a Fabrilo”.
Hay aún otra referencia que se remonta a lo inmemorial, a lo que no tiene fecha definida y se ha sepultado en el abismo del pasado. Este es el tiempo en que “reinava el rei Pepet”.
Siempre que se quiere decir que un traje es viejísimo o que una fecha es tan lejana que no hay modo de recordarla, el pueblo valenciano afirma que es de “quan reinava el rei Pepet”.
Yo creo estar en lo cierto si afirmo que este “rei Pepet” no es tan antiguo como el pueblo supone. Reinó en 1808, y no es otro que el infeliz intruso José Bonaparte, a quien su hermano Napoleón, de Francia, hizo sentar, velis nolis, en el trono de Madrid.
La guerra de la Independencia fue algo así como un borrón y cuenta nueva en la historia de españa. Fue entonces cada región por el camino que le marcó su afán de independencia. Al volver la paz, tuvo que preocuparse de las veleidades fernandinas. Perdió el pueblo la memoria. Menudearon las guerras civiles, las antillanas. Y el pueblo buceando en el tiempo se acogió al principio de la era catastrófica, al reinado del “rei Pepet”, el que en Madrid fue llamado “Pepe Botellas”.
“El temps del rei Pepet”, en Valencia, corresponde a “los tiempos de Maricastaña”, en tierras de Castila.
No sigo deteniéndome en este punto para tener tiempo de esbozar los restantes.
Memoria para la contabilidad de deudas. Hay un detalle interesante del folklore valenciano hoy usado sólo humorísticamente; decir cuando se toma algo a préstamo: “Hu he pres a ratlla”.
¿Qué quiere decir esto de tomar “a ratlla”? Cualquiera adivina que se trata de anotar con una raya sobre la pared o sobre el papel tantas veces como cosas se han pedido. Así es. Pero, concretamente, existía un procedimiento que yo he llegado a conocer y era ingeniosísimo.
No sé si subsistirá en algún pueblo de la Región. Celebraré que no subsista porque demuestra analfabetismo.
Procuraré dar una explicación del sistema que vi poner en práctica a una cigarrera de nuestra fábrica, poseedora de algunos ahorros que prestaba, cantidades a rèlit, como en valenciano vulgar se dice a los préstamos con interés.
La cigarrera, en cuestión, vive todavía. Lo que digo no se remonta más allá de hace 35 años. Había muchas fiadoras que usaban la misma simplicísima contabilidad.
Veamos.
Prestaban, por ejemplo, veinte duros a devolver en veinte plazos semanales. Para esta cuenta se utilizaba un canuto de caña serrado desde arriba de un nudo hasta la proximidad del otro.
¿Ven ustedes el canuto? Ahora había que cortarlo de arriba abajo, es decir, perpendicularmente, en dos partes iguales. Una mitad la conservaba la fiadora que, con una pequeña lima, hacía en el borde de la caña veinte pequeñas muescas o hendiduras.
La otra mitad del canuto de caña, partido, quedaba en poder del deudor.
Modo de llevar la cuenta: La fiadora unía la media caña con la de la persona deudora. El ajuste había de ser perfecto. Y en el momento de cobrar el plazo, con la pequeña lima hacía en la media caña del deudor una muesca o hendidura, correspondiente a una de las de la media caña matriz.
No había forma de burlar esta contabilidad. Cualquier ardid trapacero era delatado al unir las dos medias cañas. Inútil añadir que, a pesar de todo, una buena fe había de presidir estas operaciones de crédito.
Así se llevaba memoria de las deudas.
Esto era “pendre dinés a ratlla”.
Los años y meses de edad, entre gentes viejas, campesinas y montariezas del reino de valencia eran recordados, y aún lo son, tomando como unidad par del año el real de vellón. Así un hombre de sesenta y dos años, tenía de edad: tres duros i dos quinzets, o sea, sesenta y dos reales.
El olvido, como en todos los países, ha tenido, para el pueblo, su primer disculpa en el alcohol. Es infinito el número de los que intentan justificar su afición a embriagarse diciendo que beben para olvidar, para borrar penas, para matar recuerdos, para ahogar el hambre…
Un pueblo joven, el argentino, ha inundado el mundo de tangos decadentes, que rezuman alcohol y blandenguería sentimental. Es un encanto oír a nuestras señoritas “bien”, pero “bien”, cantar aquello de “Mozo, traiga otra copa”, “Esta noche me emborracho”, etc., etc.
En el folklore valenciano tiene este mismo caso otro matiz: el de la guasa sorda. Aquí se dice para indicar que uno no quiere hacer memoria: “Com te hu diguí en la tenda, no m’enrecorde”. La tenda es la taberna del pueblo. Lo que se promete en la tenda, bajo la influencia del alcohol, no tiene valor alguno. “¡Com te hu diguí en la tenda, no m’enrecorde!”… Y sí que se acuerda, pero toma esa excusa para eludir el compromiso.
Por el contrario, hay un procedimiento para recordar: Fer-se un nyuc en el mocador. Para que sea eficaz el procedimiento hace falta, primero, tener mocador; segundo, hacer el nudo, y tercero y muy importante, acordarse del motivo que hubo para hacer el nudo. Porque hay muchos que saben que el nudo les obliga a recordar alguna cosa, pero han olvidado, totalmente, la cosa que debieran recordar.
Otro procedimiento: cambiar de mano el anillo, aquel que lo lleva. Tiene los mismos inconvenientes, aumentados con el coste del anillo.
Pero estos procedimientos, además de que se hallan en todos los pueblos del orbe, no sirven más que para un momento determinado.
En el folklore valenciano existe un procedimiento general, amplio, seguro, al parecer, de conservar la memoria: Menjar rabos de pansa.
El pueblo lo dice con insistencia: hay que comer rabos de pasa, si se quiere cultivar la memoria.
¿Hay alguien que, real y efectivamente, haya comido rabos de pansa y experimentado los efectos de lucidez en el recuerdo? Declaro que lo ignoro.
A la hora que me he propuesto este tema, no ha quedado tiempo para estudiarlo a fondo y documentarme.
¿Por qué tienen los rabos de pasa la virtud de fortalecer la memoria?, ¿quién descubrió esta estupendísima propiedad de los rabos de pansa?
Yo sé que los rabos de cereza tienen cierto valor en las herboristerías. Creo que para afecciones del pecho. Tampoco estoy bien enterado.
Pero de los rabos de pasa, de sus maravillosos efectos en la retentiva de los hechos, nada sé más que la afirmación popular: “Per a tindre memòria hi ha que menjar rabos de pansa”.
Este prodigio no debe quedar entre nosotros. Hay que incorporarlo, seriamente, a las conquistas del vegetarianismo.
Yo sería feliz sabiendo quién descubrió el remedio, dónde hay casos clínicos y por qué razón ha quedado como axioma en el folklore valenciano.
¿Quieren ustedes hacer el favor de colaborar en esta encuesta, queridos radioyentes?
Yo, por mi parte, prometo comer rabos de pansa para no olvidarme de recordarlo ni de agradecerlo.

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